miércoles, 8 de abril de 2015

"El mejor enemigo": Capítulo II.

Pequeños rayos de luz se asomaban por las persianas, reflejándose en las paredes casi como pequeñas luciérnagas matutinas dentro de la lúgubre atmósfera, propia de aquella diminuta habitación, en la que Arturo se encontraba. El cielo se había mantenido tan calmado, tan apacible, que casi parecía que le estaba dando la bienvenida; diciéndole: “es bueno tenerte de vuelta en casa”. Desafortunadamente, el pequeño Arturo, en efecto,  resultaba ya  no ser pequeño, y sin sentirse de la manera en la que lo hacía en los viejos tiempos.  Todos los paisajes, rostros, gestos e incluso sonidos, no se sentían como su hogar, sino como un viejo recuerdo. Como una fotografía llena de polvo, que acababa de encontrar dentro de una caja de recuerdos, que se había esforzado por mantener debajo de la cama.

El joven castaño se encontraba en la misma posición con la que se había dormido. No se movió un centímetro, no se levantó, no sentía deseos de hacerlo. Sus músculos estaban demasiado relajados para todo eso, sin saber, si era porque éstos estaban extremadamente exhaustos por el viaje o si estaban realmente descansados, gracias a la maravillosa “siesta” que había tenido.
Lo primero que estuvo en contacto con el frío suelo de madera casi añeja; fueron sus pies. Acarició su cabello de manera perezosa, mientras que sus ojos se acostumbraban a la luz del día y escapó de las cálidas sábanas, para dejarse invadir por el frío meramente invernal, tan característico de la zona austral de Chile.

Desempacó de su bolso, el traje negro que había traído, era un negro bastante oscuro, sin líneas de costura que le dieran contraste, sino que era algo sobrio y uniforme. Por un momento, se sintió tonto al haberlo traído así, sin planchar y en un bolso, a la intemperie del clima. Pero, si algo era parte de la esencia de Arturo, era aquel aire desinteresado y desastroso que siempre llevaba, e incluso, que se notaba en sus trabajos de la universidad o en su propia casa.

Una vez vestido, fue sin demora al cuarto de baño, el de la parte posterior de la construcción, no uno de los del bar, ya que normalmente, esos no eran muy agradables a la vista, o en realidad, a cualquier sentido que pudiese acercársele. Cuando observó su reflejo en el espejo, fue cuándo se dio cuenta de su desdicha. Se veía pálido, desganado, con una barba algo enmarañada y ojos irritados, rodeados con la capa fina de piel algo rojiza constituyendo unas ojeras que parecían de no haber dormido en un mes completo. 

Tan sólo al verse, se dio cuenta de algo que intentaba evitar: no estaba listo. No estaba listo para despedirse de su gran amor —aunque nunca haya sido suyo por completo— el que le había elevado y luego perseguido durante años, con el recuerdo palpable de la traición, como una incómoda quemadura en la piel de su pecho.
Juntó valor durante varios segundos. Caminó de una esquina a otra de su habitación, como si eso le ayudara a tener una convicción más fuerte o un humor inquebrantable.
Finalmente, terminó por tomar su billetera, sus llaves y salir al encuentro de su motocicleta, su fiel compañera, que le llevaría ahora, a despedirse de una de las personas  —quizás la única persona—que había amado, en exceso.

Todo el trayecto se le hizo bastante corto, lo que era lógico. Las cuadras de Santiago, en proporción a las de su ciudad natal, rebasaban cerca del triple en cuánto a extensión. Estacionó su camioneta, deseando en su interior, que algo fallase, que hubiese alguna coincidencia o incidente inoportuno, que le hiciese dar la vuelta y no tener que enfrentarse a su pasado una vez más. Sin embargo, todo iba como debía ser. En menos de cinco segundos, se encontraba frente a las grandes puertas del cementerio, cada una cincelada con tanto cuidado, que cada vez que las miraba, creía descubrir figuras diferentes, así como en cada inscripción o estatua.

Apenas pisó las pequeñas piedras que cubrían el suelo de todo el recinto, se sintió abrumado por la característica atmósfera de los funerales: personas agobiadas, padres tristes y desconsolados, uno que otro llanto, conversaciones sobre la “bondad infinita” de las personas que ya se fueron, entre otros tantos signos o cávalas. Recordó que alguna vez había leído por allí que “los funerales son para los vivos”, y por un momento, sintió el sentido completo de esa frase. Y en esencia, era verdad. Los funerales no son para los muertos. Ellos se van a un lugar mejor, sin peso en sus hombros, sin males que curar, sólo suben hacia un mundo mejor. En cambio, las personas que se quedan, necesitan cerrar un ciclo, despedirse de aquello que no volverá.

Una mirada entre la multitud le distrajo de sus pensamientos. Era una mirada dura y profunda, que alguna vez le había visto de una forma diferente, más cálida y llena de camaradería. Era Fabián.
No supo por qué, pero Baker se apresuró a alcanzarle, sin importar que varios metros y muchas personas los separasen.  Caminó con firmeza, tratando de evadir a cualquier otro ser humano, sin ser descortés y sin empujar a nadie, pero al parecer, Fabián no tenía los mismos deseos. Apenas analizó las intenciones del otro, se echó a caminar a ritmo rápido, fingiendo que necesitaba hacer una llamada.

“Las rosas”, “Los pinos”, “Los alerces”, pasajes que repetía en su mente mientras los dejaba atrás, hasta que se vio aturdido por el silencio y la desolación, notando que le había perdido el rastro a Fabián, quedándose sin opción que resignarse y guardar cualquier palabra que le hubiese querido decir.

Dejó caer todo el peso de su cuerpo en el pie izquierdo, llevando las manos a su desordenada cabellera para cerrar los ojos y dejar salir un suspiro bastante pesado, en un intento fallido de reemplazar la frustración por claridad. Ladeó la cabeza un par de veces a cada lado, deteniéndose a observar el mausoleo de Sara Braun, que se encontraba extrañamente abierto, sin personas que lo resguardaran de curiosos. Avanzó con lentitud, recorriendo con la mirada cada esquina de su campo visual, como si estuviese a punto de llevar a cabo el peor crimen de su vida. Arturo como siempre, exagerando todo en su mente.

Su sorpresa fue, cuándo encontró el mausoleo vacío. Cualquiera hubiese pensado, que era por una clase de limpieza, ritual, preparación o lo que fuese, pero lo que descubrió el incrédulo Arturo, le puso la piel de gallina: Arañazos. Desde la base de las paredes, hasta el techo. De distinto tamaño y profundidad, como si hubiesen encerrado a treinta personas allí, y les hubiesen abandonado, hasta que muriesen de hambre, frío o muerte a manos de ellos mismos.
Retrocedió de manera rápida fuera de ese cubículo infernal. Todo lo que pensaba en esos momentos parecía llevarle al tema de la muerte, lo que le hizo pensar que quizás todo era sugestión, por todo lo que la muerte de Amanda le estaba provocando en esos momentos.

Se quedó observando la estatua angelical entre esos cuatro árboles, sin duda obra de un artista bastante talentoso y bien pagado. Se hubiese ido de inmediato, si algo no le hubiese interrumpido, al chocar con su pie. Era una especie de tapa, pero no cualquier tapa, sino una de alcantarilla; mojada.

¿Qué hace eso allí?, se preguntó a sí mismo, en su mente y luego se apresuró a recorrer todo el lugar, casi rezando porque esta pista fuese suficiente para llevarle al final del misterio. Su corazón comenzó a palpitar fuertemente, al ver, justo allí en los pies de la estatua, un agujero negro, semejante a un túnel de caricatura, pero real.

“La curiosidad mató a gato”. —Dijo con ironía, casi como un susurro, para luego dejarse abrazar por la oscuridad, mientras que buscaba su teléfono, para al menos tener algo que le aclarase el panorama, puesto a que si no tenía su sentido esencial, la vista, sería como una gallina sin cabeza dentro de una botella, que olía bastante mal.  A medida que avanzaba, se sentía con algo de náuseas, pero lleno de adrenalina y curiosidad, que era lo que le daba el impulso para dar un paso, y luego otro más, y otro más.

Lo siguiente que vio, sólo le hizo arrepentirse de haber pensado que encontraría algo divertido. Era algo complejo, que su mente no alcanzaba a entender, debido a la abstracción de todo.

Una de las paredes del túnel. Pero no cualquier pared, sino una cubierta de fotografías. Fotografías de estudiantes y amigos, y alguno de ellos hasta hermanos, que habían compartido casi doce o trece años con Baker. Era su clase, su curso. Cada uno de ellos, o al menos los que alcanzó a contar —unos veinte o veinticinco muchachos—tachados con una “x”, como si los hubiesen estado exterminando.

Un ruido de agua goteando le hizo saltar del susto, y por consiguiente, caer su teléfono, apagando la linterna y dejándole en la oscuridad. Le parecía que había sido una pisada dentro de un charco, pero no alcanzó a distinguir, sólo deseaba que fuese su imaginación, ya que ahora mismo, la realidad, era mucho más aterradora que la ficción.

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